El sueño que me apresa cada noche se mantiene firme en su infame fantasmagoría chillona, en su monocromático cinismo, en su estética rosa.
Rosa es la calle, allí aparezco entre altos prados rosa y árboles ingratos, rosa las sombras paquidermas que vagan por la avenida en la que carros cargados con cajas sobrepobladas de gallinas se acorralan unos a otros como un tropel de toros rastreando sangre con sus cachos telepáticos, pringando las fachadas de las pulcras casas en las que cristianas damas visten rosas faldas y también bragas y tacones rosa que pisan rosas hojas de biblia utilizadas por sus rosaditos hijos adolescentes para enroscarse un juano; rosa el tranvía y su ruina, las botellas de cerveza que rosas bocas beben para calmar la seca, los munipas sus insignias y metrallas, su mirada de odio y falso pobre, su estulta parafernalia. Rosa el taxi y las palomas, la vaca y la ventana, la piel del piedro calcinada por el sol del trópico, la tocola y el duende, la lata, las antenas, las cucharas, el garrote, la moneda que resbala del bolsillo o la mano amodorrada que anhela estar bajo la enagua de una muchacha con un as bajo la manga. Rosa el edificio metálico y el narco, el robots y el campana, los puñales que acometen por la espalda, perros viendo a blanco y rosa, tipo pink panter, un batido de flamencos, rosa el wuachi, los mohetes de los punkis, las polillas en los libros, las ratas y las cloacas, los puños de basura, la lluvia abundante lavando las fachadas de las pulcras casas rosa donde cristianas las señoras agarran el toro por los cuernos con silueta paquiderma como atravesando una trinchera de cajas con gallinas, de vacas con mohete y mala ostia.
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La mejor palabra es la que se dice