i
Los nicromantes de la derecha lo recomiendan, la experiencia empírica lo constata: el domingo siete no falla. Algo bueno debían dejar los comunistas.
Después del primer domingo 7 (el de Octubre del 2007), tanto me dolió la derrota que me sumergí en una vorágine de prostíbulos y fumaderos de opio, me enclaustré en un búnker en El Monte y me descerebré durante una larga temporada. Colgué los caites, huí a Puerto Viejo, dejé de militar con partidos de izquierda. Me volví un revolucionario de escritorio…
Hasta que tanta mierda me sacó nuevamente del letargo, y creí absurdamente que todo se solucionaba con mi voto. La realidad (o más bien, la oligarquía) me pateó el culo; me alertó del secuestro de “la democracia”, del descuartizamiento de la constitucionalidad. Tanta sustancia alucinógena me impidió advertir el momento preciso en que la democracia tornóse dictadura. Por eso decidí parar la fiesta, bajarme de la carreta, salir del búnker, a votar, y ver qué pasaba. En resumen, quería “rescatar a mi país”.
Pero no pasó nada. La realidad es una escalera espiral de desgracias: el tiempo circular infinito de la tragedia.
ii
Es necesaria la autocrítica; preguntarse a uno mismo ¿qué hice durante los últimos cuatro años por mi país? ¿Cómo colaboré a construir democracia inclusiva y directa?
Me la he pasado en una pura masturbación intelectualoide, citando de memoria a filósofos griegos y alemanes, como si eso me hiciera menos esclavo, menos alienado. Me siento como esos famosos filósofos contemplativos que Marx criticaba en las tesis sobre Feuerbach (ahí voy de nuevo citando de memoria): ¿cuántas veces intento modificar mi realidad? La deformo con sustancias, un sueño de opio de mil cañas… Cuando se acaba el ride ahí están los indigentes de Chepe, rogando por una teja para pegarse un farolazo; ahí siguen mis compas gays, discriminados y perseguidos; ahí seguimos los pobres, cada día más pobres y oprimidos.
Hoy vuelvo a levantarme después de un Domingo 7, sin aprender todavía que esos días cabalísticos es mejor no salir de la cama. Me topé una presa hijueputa frente a la Asamblea Legislativa de camino al curro y la llovizna daba ese toque hollywodense a la escena; en las calles todavía yace un mierdero de signos externos, una alfombra de desechos multicolores pagados con mis impuestos, mismos que financian las Toyotas Prado en que el partido Alienación Nacional se pavonea por todo el país, como el gran terrateniente que ya no pasea a caballo sino que va en su deportivo utilitario, con el cadáver putrefacto de “la democracia” hecha un parchón de tripas y sangre en el mataburros.
Ya no me sorprende. A mi corta edad sé que siempre ha sido así, y siempre lo será. Los locos que han nadado contracorriente siempre han muerto despedazados bajo la bota avasallante de la oligarquía. La esperanza se me disloca. Yo me refugio tras la barricada de mi cómodo escritorio, aceptando mi responsabilidad por pendejo, por que las revoluciones y los cambios sociales no se operan desde un Blog, ni desde Youtube. Y escribo porque es lo que siempre hago, escribir borrajadas que leen 10, 15 ó 20 viej@s y que son quienes alimentan la esperanza de que un cambio es posible. Comodidosamente desde mi cómodo escritorio pienso que, en realidad, no hay nada que se construya desde las urnas: votar es un signo de fe, como el torero que se encomienda a dios antes de agarrar a la bestia por los cuernos. Esta pobre “ciudadanía” que se equipara al ejercicio del voto es una falacia.
Por eso no me canso de luchar. La democracia se construye desde las calles y es preciso comenzar a trabajar desde hoy.
¡Abajo la demofalacia!
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