sábado, 30 de enero de 2010

Edmundo Sosa


I

Edmundo Sosa vio aproximarse el autobús. Se levantó de la banca y aproximóse a la orilla de la acera, levantando su mano derecha para señalar al chofer sus deseos de abordar el destartalado Blue Bird. Calculaba que con este y tres buses más cumpliría su cuota diaria y podría retirase a su casa antes de lo habitual. Los frenos del bus chillaron, deshaciéndose en horribles graznidos metálicos. Edmundo subió las gradas y alargó el dinero del pasaje al chofer que le miró con un gesto agrio. Probablemente ya le había visto anteriormente, sin embargo, Edmundo no era de las personas que gustan de recordar rostros, mucho menos los rostros de la gente con la que es mejor no tratar.
Ya antes de subir al bus, se había preparado para la puesta en escena, poniendo cara de pobre diablo acometido de diarrea. Edmundo se agarró entonces de uno de los tubos para los pasajeros que viajan de pie, a la altura de la primera fila de asientos, de manera que quedaba frente a frente con todos los pasajeros; aclaró su voz, deformó aún más su semblante, y comenzó su perorata:
- buenas tardes damas y caballeros, que la gracia de dios esté con todos ustedes, mi nombre es Rigoberto Salazar, el próximo mes cumpliré mi cuarto año como desempleado. Yo no puedo trabajar debido a una enfermedad en mis huesos que me impide hacer cualquier esfuerzo, nunca tuve la oportunidad de estudiar por lo que no puedo aspirar a un trabajo de oficina. Toda la vida he sido una persona trabajadora, pero ya nadie me quiere dar trabajo debido a que soy viejo y estoy enfermo. Yo podría sobrevivir comiendo de los basureros, o peleando con los perros por sus huesos, pero tengo familia y más bocas que alimentar. Mi situación se agravó cuando mi pequeña hija de seis años cayó enferma, víctima de una rara enfermedad… – Edmundo sacó en ese momento un papel amarillento, doblado en muchos pedazos, lo abrió y lo mostró a los pasajeros – como lo certifica este documento firmado por el director del Hospital de Niños. Mi hija necesita una operación que solo se realiza en tres hospitales de Estados Unidos, y como ustedes imaginarán es muy cara. Señores y señoras, ruego su colaboración, como decía nuestro señor Jesús, manos que dan nunca estarán vacías, su generosidad será compensada en el cielo, cuando el de arriba nos llame a rendir cuentas...

Durante el discurso pedigüeño, pocos pasajeros prestaban atención al pobre Edmundo Sosa. Esos pocos que ponían atención y se dejaban conmover por las palabras de Edmundo, eran quienes sustentaban su economía mendicante; estos ponían cara de conmiseración y lástima, mientras buscaban en sus monederos y bolsillos alguna moneda para entregar al señor que ya venía hacia ellos cargando al hombro sus desgracias. Edmundo pasó de asiento en asiento, dando gracias y bendiciones a todos, incluyendo aquellos que le arrugaban la cara. Llegó a la última fila de asientos, guardó las monedas en un bolso colgado en su cintura y se sentó junto a una señora muy mayor que iba concentrada en ver por la ventana. Pensó que la señora estaba despistando para no tener que darle nada y sintió vergüenza por un momento.
El chofer del bus subió el volumen del radio hasta convertir los trinos charangueros de la cumbia en un espantoso ruido que lastimaba los oídos de Edmundo, quien irritado por la señora que no quería ni mirarle y por la asquerosa música, decidió bajar en la próxima parada para aguardar otro bus y completar rápidamente su cuota. Justo antes de levantarse, la señora del asiento contiguo se volvió y le dijo – son para su hija – al tiempo que le ofrecía un billete de 5000 pesos al hombre y le escudriñaba con una mirada que parecía de otro mundo, pero que reflejaba aflicción y sinceridad, todo en un resplandor que duró pocos segundos y que hizo subir un escalofrío por su espinazo. Él se mostró muy agradecido, nadie nunca le había dado tanto dinero en un bus. Dio las gracias emotivamente, quizá más de la cuenta; jaló el mecate que hizo sonar el timbre para detener el autobús y bajó apenas se abrió la puerta trasera. La señora aquella no le despegó la mirada hasta que la puerta se cerró y el bus se puso de nuevo en movimiento.

Edmundo Sosa se frotó las manos, y sonrió. Se sentía sumamente feliz, aquello había sido un golpe de suerte. Estiró el billete, la paga por su brillante actuación. Había que celebrar. Bien podría gastar dos mil o tres mil pesos tomándose unas pachas en el Samizdat; o, podía ir a las inmediaciones de la UCR y buscar a Andreas, un viejo alemán que cosechaba una variedad de marihuana fosforescente que hasta los duendes envidiaban.
Encontró al alemán desaliñado frente al Bar Copas. Paseaba con un ganso debajo del brazo, en la otra mano, una pipa de vidrio cargada de marihuana que brillaba con el sol moribundo de las cinco. El alemán hablaba poco español, apenas lo necesario para realizar sus ventas. Edmundo se aproximó, y no hicieron falta muchas palabras para que Andreas comprendiera lo que aquel hombre venía buscando.
Al poco rato, nuestro pedigüeño amigo estaba sentado en medio de un bambusal, desmenuzando los capullos frescos de la excelente yerba que había adquirido. Apenas le hubo pegado unos hits, comprobó que aquel material era simplemente sobrenatural.

II

Si hubiese que resumir la personalidad de Edmundo Sosa y comprimirla en un solo adjetivo, ese sería solitario. Había vivido solo desde los 15 años, edad en la que se separó definitivamente de la única familia que le quedaba: su padre. Su madre murió cuando él no tenía todavía uso de razón; la conocía por una foto que su padre conservó durante mucho tiempo al lado de su cama. Una serie de amargos hechos le llegaron a convencer de que su madre había sido asesinada por su padre. Acosado por ideas de venganza contra su progenitor, decidió huir antes de cometer una locura. Aquella imagen a blanco y negro le acompañaba siempre, doblada a la mitad dentro de su billetera; fue lo único que tomó cuando huyó.
Después de huir Edmundo se dedicó a todo, y a nada. Tuvo miles de trabajos, y a la vez ninguno; visitó tierras inimaginables viajando a veces como polizón, y otras como capitán. Casi no había droga que no hubiese probado en ese tiempo, y exceso en el que no se animase a participar. Fue ayudante de construcción, vendedor de drogas al menudeo, carterista, payaso, contrabandista, coyote, abogado, espía internacional y, durante cierta época, anduvo en un barco de piratas por las costas de Guanacaste asaltando los yates de los turistas gringos. Pero se cansó. Se cansó de rodar tierras y robar billeteras, de asaltar yates con su 45 automática, de dormir con putas de aliento infernal.
Y llegó aquel día. Mientras viajaba en un bus que se sacudía al ritmo de espasmos mecánicos, se le ocurrió la excelente idea de vivir de la beneficencia y la caridad: se haría pedigüeño. !Oh maravillosa idea! !Oh fuente infinita del ingreso sin esfuerzo! Empezó a entrenar distintas tramas: la del falso ciego; la del pobre diablo que debido a un ataque a puñaladas había quedado inhabilitado para trabajar; la del adicto en rehabilitación con su cantaleta de “me quiero reinsertar”. Mas esas historias le devengaban pocos ingresos, empujándole a vivir en la indigencia y a tener que ajustar su ingreso con oscuras actividades en las que es mejor no ahondar.
Brilló de nuevo la luz en su cerebro: el cuento de la niña enferma no fallaría. La idea le había pasado sinuosamente por la cabeza con anterioridad, más un rescoldo, una insignificante ruina de su moral le impedía utilizar aquella mampara para agenciarse su ingreso.
- !Al diablo! !Me vale hostia! -

Durante la primera semana utilizando la triste historia de la hija enferma, Edmundo logró atesorar ganancias increíbles. Jamás hubiera imaginado que se ganaba tanto actuando en los autobuses. Al ritmo que llevaba, podría incluso ahorrar un poco para cuando se cansara de trabajar, lo que significaba mucho para alguien que había currado como un burro toda la vida en trabajos poco o nada convencionales.

III

Edmundo se reincorporó, encontrándose todavía en medio del bambusal, cerca de la Escuela de Letras. No tenía ni puta de idea acerca de la hora, y el frío nocturno le impulsó a caminar rápido y buscar su casa. Después de media hora caminando, llegó a la cuadra de su casa. Era un barrio de clase media, en las inmediaciones de la capital. Él rentaba un segundo piso de una residencia donde solo vivía una pareja de ancianos: doña Berta y don Manuel. Nunca se metían con él, ni él con ellos, y aquello se le antojaba al solitario hombre como una perfecta relación entre el inquilino y sus caseros; no vaya a ser que se enteraran los respetables ancianos sobre las truculentas actividades de aquel buenmozo.
Edmundo empujó el portoncillo, y algo le alarmó de golpe. La luz de la pequeña sala se veía encendida a través de las cortinas, y así no era como le había dejado. – No pueden ser los viejos –. Se puso en guardia, armándose con una escoba que encontró al pie de la escalera, y empezó a subir sigilosamente con el fin de sorprender al intruso. Se movió despacio, intentando que las gradas de metal no hicieran el menor ruido para no perder la ventaja de un ataque sorpresa bien planificado, eso que los alemanes llamaban Blitzkrieg, y que resultaba tan efectivo en la neutralización de los enemigos. Edmundo llegó frente a la puerta, sacó la llave y la introdujo en la ranura, haciéndola girar suavemente. Empujó la hoja despacio, asomando poco a poco la cabeza y aferrándose fuertemente al palo de la escoba se metió en el apartamento. No había nadie en la sala, que era donde estaba encendida la luz. El apartamento era pequeño, cuatro o cinco piezas, la sala, una cocina, un baño y un pasillo que llegaba hasta las dos habitaciones, que era donde tenía que estar el asaltante. Caminó de puntillas dirigiéndose al pasillo, y un resplandor bajo la puerta le confirmó que allí estaba lo que estaba buscando. Y no solo había luz. Un murmullo de programa de televisión se escapaba por las hendijas de la puerta y llegaba hasta los oídos de Edmundo, acrecentando la sensación de intriga y desasosiego que se apoderaba de él. 

- ¡Me lleva la puta! ¿Quién está ahí? – pateó la puerta y se abalanzó adentro repartiendo escobazos a lo loco. Lo que encontró, o más bien, a quien encontró, le desconcertó por completó. Sentada sobre su cama, una niña de unos seis o siete años le miraba de frente, sin el más mínimo rastro de haberse asustado por el show karateca de Edmundo, quien se puso frío con aquella visión mientras un sudor copioso empezaba a caer por su frente en pequeñas gotas.
Soltó la escoba y se apresuro a secarse el sudor con un pañuelo. La niña no le apartaba los ojos de encima y él sentía que la pequeña podía ver a través de su piel y sus órganos, y olía su miedo. Nunca antes había tenido un encuentro con una aparición como aquella. Era tan real, jamás había visto nada similar, a pesar de haber probado todo tipo de barbitúricos y alucinógenos. No sabía si era la mota del alemán que estaba demasiado buena; o, si aquello era un artilugio de Belcebú que se burlaba de él con aquel juego de imágenes psicodélicas.

Tras un largo rato de absoluto mutismo en el que ambos seres se escrutaron mutuamente, con fascinación ella, con horror e incertidumbre él, Edmundo decidió, por ser el adulto, romper aquella situación absurda y averiguar el cómo y porqué aquella niña estaba en su habitación viendo la tv. Alguna explicación racional debía haber en todo aquello. Edmundo se aproximó a la niña, admirando el hermoso cabello rubio de esta que caía hasta la mitad de su espalda. Tenía la piel blanquísima y en sus ojos azules algo, un leve brillo o la forma de mirar, sugerían una rara tristeza y tendencia al ensimismamiento. Edmundo descargó entonces su batería de preguntas - ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres? ¿Quiénes son tus papás? ¿Dónde vives? – pero la niña no respondía ninguna de las interrogantes; - ¿Cómo te llamas? ¿Cómo entraste a mi casa? ¿Sabes que eso es algo peligroso, que puedes encontrar a alguien malo? Digo, no es que yo sea alguien malo, has topado con suerte, pero podría pasar que irrumpas en la casa de alguien que sea tan amigable... La situación iba tornándose más y más absurda a medida que avanzaba el interrogatorio-soliloquio de Edmundo. La niña se aburrió de tanta palabrería y siguió viendo el programa sobre la fauna primate de Madagascar y sus singulares hábitos nocturnos, de modo que Edmundo se cansó, y salió del cuarto a pensar mejor sobre aquella situación. 

- ¡Llamaré a la policía! ¡Eso es lo que haré! ¡Pero que estúpido! No, no, no puedo llamarles. Creerán que la he raptado, que cobraría un rescate pero a última hora me he arrepentido, y vendrán entonces las preguntas y las revisiones de mi historial... ¡y la grifa! ¡y estos ojos!
Edmundo no podía pensar claramente. Una niña muda en medio de la noche, salida de la nada... Sintió medio, y acabó durmiéndose en el sillón amarillo de la sala frente al póster del Bob, aferrado otra vez a la escoba.

IV

Edmundo fue saliéndose del sillón como quien viene escapándose de su propia tumba. Recordaba mucho sobre lo acontecido la noche anterior, pero todas las imágenes se confundían en su cabeza, y no estaba seguro sobre qué tanto era real y qué tanto era imaginario en todo aquello. Intentaba escapar del sillón como huyendo de su muerte; entretanto, la niña se había aproximado queda, llegando a la par del hombre cuya pesadilla no acababa.
- Tengo hambre – le dijo la niña mirándole con sus profundos ojos azules, y aquellas dos palabras fueron maravillosas para Edmundo Sosa. Cayeron sobre su delirio como agua fría, devolviéndole un poco de cordura.
- Bien, bien niña, tengo cereal, te haré cereal con leche. ¡Es un lindo día! ¡Oh sí que lo es!
Y Edmundo se dirigió al refrigerador y sacó leche y le preparó un tazón de cereal a la niña, quien lo devoró gustosa, eructando de gusto al final. La niña se puso de pie y caminó de vuelta al cuarto de Edmundo, encendió la tv, y siguió viendo programas sobre faunas exóticas. No dijo nada, ni dio siquiera las gracias. Él quería preguntar, y sabía también que era una iniciativa estéril: la niña no hablaría.
- Hay que salir a la calle, así como llegó seguro se irá. Trabajaré como de costumbre, y si es necesario fumaré de nuevo, pero solo un poco, para calmarme. ¡Qué hostia! ¡En que lío me ha metido esta criatura!
El hombre salió raudo de la casa, topándose con doña Berta al bajar las escaleras que llevaban a la entrada compartida de la propiedad. Prefirió no decir nada y avanzar hasta llegar a la parada de buses. 

En el autobús se enroló un puro de la yerba fluorescente. Al bajar en el centro de la capital, le dio fuego, deseando desentenderse del problema de la niña. – Mmmm, algo debí haber hecho para que ella llegara a mi casa, un conjuro, un embrujo, la confabulación de los astros y la marihuana de Andreas, el bambusal... ¿O sería la historia de la niña enferma, mi mampara? ¡Castigo divino!... ¡Claro! Tengo que inventarme otra historia para que la niña desaparezca... una sobre un león herido, ¡que la espante!... No, no, mejor un dragón, sí sí, un dragón con culebras y fuego y cenizas y azufre y todo eso, volverá a su dimensión, a cualquiera sea el lugar de donde vino –. 

Edmundo caminaba ahora acometido de una tremenda bravura y determinación. Ya tenía lista la historia del león herido, abordó el primer bus y les echó el cuento a los pasajeros. Como habrán imaginado, nadie le creyó la ridícula historia del león atropellado en la carretera Braulio Carrillo, y su supuesto ánimo de rehabilitar el felino para donarlo luego a un santuario. Pero ahora no se trataba de credibilidad, sino de hacer aparecer un león para desaparecer a la niña. Se tiró del bus y se apresuró a tomar un taxi para llegar rápido a su casa y así comprobar los resultados del experimento.

Tal como lo maquinó, otra aparición había acontecido en su apartamento. Desde que iba subiendo las gradas preso ahora de una gran excitación, escuchó los rugidos de la bestia herida. Abrió rápidamente la puerta, y en la sala encontró a la niña vendándole una pata al enorme y melenudo león africano. Edmundo se quedó paralizado en el vano de la puerta, y la niña y el león le alzaron a ver al mismo tiempo, emitiendo el último feroces rugidos, mostrando sus poderosos colmillos de predador. – Ya ya – le decía la niña al león como si arrullara a un niño, quizá a un hermano pequeñito, y el león se dejaba mimar por la niña.
Edmundo no soportó la traición. Había inventado aquel león con su discurso pedigüeño y ahora la niña lo estaba utilizando en su contra. – Es el colmo, me ha sacado de mi propia casa, y ese estúpido león, ya van a ver, veremos si pueden con un elefante, un elefante venenoso, sí sí, con dos cabezas... 

Lo del elefante resultó aún peor que el león. Y luego siguieron los hipogrifos, y los ghouls, los guerreros vikingos y los piratas de léxico podrido, culebras, arpías y nauseabundos trolls; Edmundo inventaba cientos de historias en los autobuses de San Pedro y Tres Ríos, intentando sacar a la niña de su apartamento, convertido ahora era un zoológico, un bestiario mitológico en carne y hueso, una selva (después del elefante y los trolls, la segunda planta cedió, aplastando a doña Berta y don Manuel) que se extendía sobre las casas vecinas, proveyendo a las bestias y alimañas un hábitat en expansión. 
Pronto el vecindario se volvió peligroso, los trolls se habían escapado de la propiedad y rondaban por las noches en grupos de cinco y hasta seis, secuestrando personas para alimentarse. Los guerreros vikingos pasaban en una bacanal permanente, insultando a los vecinos que se atrevían a pasar de cerca. Las autoridades del gobierno se aprestaron entonces a declarar la zona como de “alto riesgo” y se colocaron en las cuadras circundantes a la casa de Edmundo rótulos con la leyenda “Usted transita bajo su propio riesgo”; o “Cuidado: Trolls cruzando” y algunos hasta eran irónicos, como el de “Precaución: Hipogrifos despegando”. Con aquellos rótulos el gobierno se desentendía del fenómeno acontecido en aquel barrio de la capital, y negaría cualquier acusación por negligencia en caso de ser necesario. 

A Edmundo no se le acababan las historias, pero parecía que estas solo habían empeorado las cosas. - ¡Bahh! No puede ser tan malo. Vivir rodeado de leones y elefantes, y de la niña. No habla mucho, como yo, y si le gusta el cereal no ha de ser malvada, talvez hasta me haga compañía...

Edmundo Sosa tomó un taxi y le pidió al chofer que le llevara rápido a las inmediaciones de la Zona Clausurada. Pagó el servicio y bajó velozmente, con ganas de ver a la niña y pactar la tregua, compartir los dominios de su Reino y los beneficios de los tributos, podrían, incluso, fundar un circo para que todos conocieran sus bestias... - sí sí, ya no pelearé ni haré más preguntas - .
Atravesó la espesa vegetación que rodeaba su casa, algo atemorizado por nuevos habitantes que no recordaba haber imaginado. Subió por lo que quedaba de las escaleras para llegar a las ruinas de la segunda planta, donde él estaba seguro habría de encontrarse la niña. Ella no estaba allí. En su lugar, el león completamente recuperado de su pata, retozaba sobre unas pocas tablas del piso, jugueteando con un hueso. Se devolvió tras sus pasos, y buscó en toda la propiedad, por todos los rincones, asombrándose de tanta cosa colorida y a la vez absurda, y la niña seguía sin aparecer. Cansado de buscar, regresó a las ruinas de lo que antes fuera su apartamento, y se sentó junto al león, tratando de recordar cómo era la niña, su cabello, sus ojos; no obstante, no lo lograba. Intentó seguir buscando algo que ya no recordaba durante semanas, quizá meses, hasta que desistió, aceptando esta nueva soledad, una soledad ataviada con sus imaginaciones.

Cuando Edmundo se recuperó un poco de la pérdida, volvió a las andadas en los buses de San Pedro y Tres Ríos, recitando cuentos maravillosos sobre aquella niña que según él decía (y por supuesto, esto nadie se lo creía) era la dueña de todas las bestias de la Zona Clausurada... A veces le he visto en El Candil, sosteniendo nerviosamente un café, atragantado de preguntas sin responder. 


Cuento inédito. 
Créditos Fabio Zoroa
Enero, 2010

No hay comentarios:

Publicar un comentario

La mejor palabra es la que se dice