viernes, 22 de enero de 2010

Flashmob

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.  
Oliverio Girondo, Poema 11, Espantapájaros (Al alcance de todos)



I

La escenografía es del todo congruente con la ciénaga urbana: un parque con bancas de concreto carcomido por la exposición a la infalible intemperie que todo lo erosiona, unos cuantos faros emisores de luz mortecina blancuzca dibujan un entramado de serpientes holográficas que zigzaguean por entre los relieves de la escena. Sobre el suelo, y demás objetos que componen el ornamento del parque, se extiende una delgada capa de excremento de paloma, y alargando un tanto más la imaginación, de mierda humana.
En el rincón de lo que alguna vez fue un kiosko, confluyen dos hijos de las penumbras, gárgolas, vampiros, acólitos de la Reina Noche. Invisibles, pero no por eso menos malditos.

Una última inhalación antes de buscar la cama de hormigón y cartones desechados. Huelga aclarar que no se busca cama por el placer de no dormir en descampado, es, más bien, una precaución, un buscar guarida y refugio, que desde el principio de los tiempos el ser humano sintió dentro de sí la necesidad del cobijo, no en vano se les llama cavernícolas a nuestros antepasados remotos – y como lo demuestran muy a menudo nuestros comportamientos, tan cercanos –, si es que adherimos la teoría de la evolución, y si no, pues habrá que suponer, de manera eclesiástica, que al verse Adán y Eva expulsados del paraíso, debieron también buscar resguardo en cualquier gruta o cueva que no estuviese ya ocupada por un animalejo.
Las manos protegen la llama vacilante de la embestida del viento. Al contacto con el material, el fósforo se convierte en una luciérnaga roja que agrieta la oscuridad y se posa al otro extremo del tubo adherido a la boca del piedro. Una sensación de liviandad acomete al indigente tomándole desprevenido, sus pies se desprenden del suelo y todo él busca las alturas, viajando en una nube. 

Su compañero habla al fin – no es para arriba que debes ir – y señala con su dedo hacia el suelo. El duende de la pesadez acomete al piedrero, apresándole por los tobillos, devolviéndole a la realidad, al mal dormir, que no es cierto que el pobre por tener la conciencia “más tranquila” duerma más y mejor que el rico.



II

Dentro del vehículo modelo 88 suena el estéreo a media máquina, libera en la atmósfera cargada de humo los acordes rudimentarios de una cítara embarrialados en la mezcladora, amenizando la discusión y los pensamientos en que discurren los ocupantes del auto. Missione a Bombay acarrea entre sus sonidos la brisa pútrida del Ganges mezclada con curri, sándalo (en la lengua y los cuerpos) y la textura del sari ajustado de una adolescente, sensaciones estas que solo pueden ser atribuidas a la actividad supraonírica de los escuchas, quienes casi pueden ver el rostro horrorizado de los ingleses cuando en sus expediciones encontraban cadáveres (o lo que quedaba de ellos) en las riberas de la Deidad Líquida; cadáveres carcomidos por mandíbulas salvajes, semiquemados o hechos un manojo de tripas tostándose al sol. Afuera el rumor de lluvia se desliza por el aire como un fantasma, mas el cielo no deja escapar todavía una sola gota. M rompe la monotonía de la canción, en el libro que estoy leyendo Saramago hace una comparación alegre sobre Raimundo Silva y el corrector de los escritos de Nietzsche: ¿qué hubiese pasado, si al igual que Silva, dicho corrector hubiese cambiado la sentencia “Dios ha muerto” por “Dios no ha muerto”? Un simple “no” puede cambiar la historia, y la fama. Nietzsche hubiese parecido un idiota, a pesar de su bigote.
 
F fue sacado del sopor milenario en que le habían sumergido los trinos metálicos de la cítara, sintiendo que debía responder al comentario, pero a su vez que las palabras pesaban en su lengua acometida de chantona. Dijo entonces con voz somnolienta, Saramago, ummm, siempre interesante, construye una novela delirante de 500 páginas partiendo de alguna idea absurda pero llena hasta el tope de sentido, que pasaría si el dios en que creemos no es tal, que pasaría si Europa se uniera con América Latina, qué pasaría si la gente dejase de votar, recién saliendo de una epidemia de ceguera blanca… Su concepción del absurdo es mezcla de Nietzsche y Camus, y de Cristo cuando era pastor de un rebaño cuyo dueño era el diablo. La filosofía es una culebra que se muerde su cola, al final no queda nada, a lo sumo un ombligo. Ser feliz con el absurdo equivale a decir “sé feliz con la vida misma, aunque estés revolcándote en tu propia mierda”. Al final todo lo tosco, diabólico, onírico y nuevo se llama utopía. Llamémosle pues, un autor utópico-atípico. Como Bachelard.
 
- El absurdo como leitmotiv, espero que no se vuelva moda como el postmodernismo, la escritura automática o los diez funerales de Michael Jackson. Aunque en cierta forma sería divertido, ya veríamos a Coelho e Isabel Allende aprendiendo las estratagemas del absurdo y la demencia, leyendo el manifiesto surrealista de adelante hacia atrás y recitando de memoria pasajes de James Joyce.
- Y escribiendo aforismos dadaístas con la solemnidad de un comediante…
- Sin ánimos de ofender a Mona, de quien conozco su gusto por los libros de Allende, las obras de esa autora no sirven ni para limpiarse el culo, eso debido al mal papel con que los están produciendo y a la toxicidad de sus letras. De Coelho ni que se diga, todavía no averiguo si en efecto es una persona o un invento del marketing.
 
Mona sonrió con un gesto narcotizado. Los tres personajes rumbo a la representación de un absurdo, sin creer en él. Ya no es necesario creer en algo para hacerlo, si no que lo digan los fieles de las distintas religiones que ya no recuerdan (si es que alguna vez lo supieron) en que consisten sus tradiciones y ritos.
El estéreo sigue sonando y en la cabeza de M comienzan a enlazarse palabras, metempsicosis, psicopompo, eterno retorno a lo mismo, escalera circular, dios, Shiva. Era un pasatiempo que aprendió de su padre, quien, a su vez, lo aprendió, según contaba, leyendo a Poe. Le entretiene cuando por alguna razón está aburrido, como en este momento en que los segundos parecen eternos mientras se espera que cambie el semáforo de rojo a verde. Muy pronto ya están dentro del parqueo del mall, se reúnen brevemente con los demás militantes del absurdo para recibir instrucciones, unos pasos y ya están bajando por la escalera eléctrica, sabiéndose espiados por los ojos biónicos de las cámaras omnipresentes.
 
Hay ruido, ya no los ruidos que quedaron encarcelados en el auto, flotando en la bocina izquierda, sino ruido de monedas, pasos y mercancías que se truecan, ruidos del perfecto funcionamiento de la sociedad del consumo en su capilla; ruidos de guardas de seguridad tratando de recibir instrucciones de sus superiores para poder proceder con los hippies que decidieron dormir en el suelo, estorbando el paso de los peregrinos adoradores del Dinero. Hay ruido, pero al igual que la palabra que se emite para alguien que no habla nuestro idioma, estos se pierden en un vacío de indiferencia. M va cayendo en el letargo, recordando el cuento sobre el asceta que criaba toros en la luna, a la que viajaba deslizándose a través de la grieta de un árbol.
Cuando se duerme el tiempo se estira y se encoge, el cuerpo es el único reloj verdadero del tiempo, y siendo que el cuerpo de M ha quedado temporalmente vacío, razones de sobra hay para suponer que el reloj se detuvo. Los durmientes comienzan a levantarse y se reincorporan al trajín del centro comercial como si nada hubiese pasado. Pronto se confunden entre la multitud y solo quedan las interrogantes sin responder revoloteando entre los muros de la Catedral del Consumo. 

Cuando M regresa a su cuerpo siente de golpe la angustia al despertar en un lugar completamente distinto. No recuerda haberse acostado sobre cartones y el personaje a su lado no es Mona, ni F. La sensación de extrañeza le conmueve hondo, mira sus manos queriendo encontrar en ellas un espejo que le confiese que todavía es él, mas encuentra únicamente sus dedos quemados y roídos por la llama que nunca se apaga. Desea gritar, pero se contiene, eso ya de nada sirve; en su lugar pronuncia una palabra entre dientes, una palabra adherida a un nombre, un conjuro: metempsicosis, Oliverio Girondo.

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