sábado, 30 de enero de 2010

Edmundo Sosa


I

Edmundo Sosa vio aproximarse el autobús. Se levantó de la banca y aproximóse a la orilla de la acera, levantando su mano derecha para señalar al chofer sus deseos de abordar el destartalado Blue Bird. Calculaba que con este y tres buses más cumpliría su cuota diaria y podría retirase a su casa antes de lo habitual. Los frenos del bus chillaron, deshaciéndose en horribles graznidos metálicos. Edmundo subió las gradas y alargó el dinero del pasaje al chofer que le miró con un gesto agrio. Probablemente ya le había visto anteriormente, sin embargo, Edmundo no era de las personas que gustan de recordar rostros, mucho menos los rostros de la gente con la que es mejor no tratar.
Ya antes de subir al bus, se había preparado para la puesta en escena, poniendo cara de pobre diablo acometido de diarrea. Edmundo se agarró entonces de uno de los tubos para los pasajeros que viajan de pie, a la altura de la primera fila de asientos, de manera que quedaba frente a frente con todos los pasajeros; aclaró su voz, deformó aún más su semblante, y comenzó su perorata:
- buenas tardes damas y caballeros, que la gracia de dios esté con todos ustedes, mi nombre es Rigoberto Salazar, el próximo mes cumpliré mi cuarto año como desempleado. Yo no puedo trabajar debido a una enfermedad en mis huesos que me impide hacer cualquier esfuerzo, nunca tuve la oportunidad de estudiar por lo que no puedo aspirar a un trabajo de oficina. Toda la vida he sido una persona trabajadora, pero ya nadie me quiere dar trabajo debido a que soy viejo y estoy enfermo. Yo podría sobrevivir comiendo de los basureros, o peleando con los perros por sus huesos, pero tengo familia y más bocas que alimentar. Mi situación se agravó cuando mi pequeña hija de seis años cayó enferma, víctima de una rara enfermedad… – Edmundo sacó en ese momento un papel amarillento, doblado en muchos pedazos, lo abrió y lo mostró a los pasajeros – como lo certifica este documento firmado por el director del Hospital de Niños. Mi hija necesita una operación que solo se realiza en tres hospitales de Estados Unidos, y como ustedes imaginarán es muy cara. Señores y señoras, ruego su colaboración, como decía nuestro señor Jesús, manos que dan nunca estarán vacías, su generosidad será compensada en el cielo, cuando el de arriba nos llame a rendir cuentas...

Durante el discurso pedigüeño, pocos pasajeros prestaban atención al pobre Edmundo Sosa. Esos pocos que ponían atención y se dejaban conmover por las palabras de Edmundo, eran quienes sustentaban su economía mendicante; estos ponían cara de conmiseración y lástima, mientras buscaban en sus monederos y bolsillos alguna moneda para entregar al señor que ya venía hacia ellos cargando al hombro sus desgracias. Edmundo pasó de asiento en asiento, dando gracias y bendiciones a todos, incluyendo aquellos que le arrugaban la cara. Llegó a la última fila de asientos, guardó las monedas en un bolso colgado en su cintura y se sentó junto a una señora muy mayor que iba concentrada en ver por la ventana. Pensó que la señora estaba despistando para no tener que darle nada y sintió vergüenza por un momento.
El chofer del bus subió el volumen del radio hasta convertir los trinos charangueros de la cumbia en un espantoso ruido que lastimaba los oídos de Edmundo, quien irritado por la señora que no quería ni mirarle y por la asquerosa música, decidió bajar en la próxima parada para aguardar otro bus y completar rápidamente su cuota. Justo antes de levantarse, la señora del asiento contiguo se volvió y le dijo – son para su hija – al tiempo que le ofrecía un billete de 5000 pesos al hombre y le escudriñaba con una mirada que parecía de otro mundo, pero que reflejaba aflicción y sinceridad, todo en un resplandor que duró pocos segundos y que hizo subir un escalofrío por su espinazo. Él se mostró muy agradecido, nadie nunca le había dado tanto dinero en un bus. Dio las gracias emotivamente, quizá más de la cuenta; jaló el mecate que hizo sonar el timbre para detener el autobús y bajó apenas se abrió la puerta trasera. La señora aquella no le despegó la mirada hasta que la puerta se cerró y el bus se puso de nuevo en movimiento.

Edmundo Sosa se frotó las manos, y sonrió. Se sentía sumamente feliz, aquello había sido un golpe de suerte. Estiró el billete, la paga por su brillante actuación. Había que celebrar. Bien podría gastar dos mil o tres mil pesos tomándose unas pachas en el Samizdat; o, podía ir a las inmediaciones de la UCR y buscar a Andreas, un viejo alemán que cosechaba una variedad de marihuana fosforescente que hasta los duendes envidiaban.
Encontró al alemán desaliñado frente al Bar Copas. Paseaba con un ganso debajo del brazo, en la otra mano, una pipa de vidrio cargada de marihuana que brillaba con el sol moribundo de las cinco. El alemán hablaba poco español, apenas lo necesario para realizar sus ventas. Edmundo se aproximó, y no hicieron falta muchas palabras para que Andreas comprendiera lo que aquel hombre venía buscando.
Al poco rato, nuestro pedigüeño amigo estaba sentado en medio de un bambusal, desmenuzando los capullos frescos de la excelente yerba que había adquirido. Apenas le hubo pegado unos hits, comprobó que aquel material era simplemente sobrenatural.

II

Si hubiese que resumir la personalidad de Edmundo Sosa y comprimirla en un solo adjetivo, ese sería solitario. Había vivido solo desde los 15 años, edad en la que se separó definitivamente de la única familia que le quedaba: su padre. Su madre murió cuando él no tenía todavía uso de razón; la conocía por una foto que su padre conservó durante mucho tiempo al lado de su cama. Una serie de amargos hechos le llegaron a convencer de que su madre había sido asesinada por su padre. Acosado por ideas de venganza contra su progenitor, decidió huir antes de cometer una locura. Aquella imagen a blanco y negro le acompañaba siempre, doblada a la mitad dentro de su billetera; fue lo único que tomó cuando huyó.
Después de huir Edmundo se dedicó a todo, y a nada. Tuvo miles de trabajos, y a la vez ninguno; visitó tierras inimaginables viajando a veces como polizón, y otras como capitán. Casi no había droga que no hubiese probado en ese tiempo, y exceso en el que no se animase a participar. Fue ayudante de construcción, vendedor de drogas al menudeo, carterista, payaso, contrabandista, coyote, abogado, espía internacional y, durante cierta época, anduvo en un barco de piratas por las costas de Guanacaste asaltando los yates de los turistas gringos. Pero se cansó. Se cansó de rodar tierras y robar billeteras, de asaltar yates con su 45 automática, de dormir con putas de aliento infernal.
Y llegó aquel día. Mientras viajaba en un bus que se sacudía al ritmo de espasmos mecánicos, se le ocurrió la excelente idea de vivir de la beneficencia y la caridad: se haría pedigüeño. !Oh maravillosa idea! !Oh fuente infinita del ingreso sin esfuerzo! Empezó a entrenar distintas tramas: la del falso ciego; la del pobre diablo que debido a un ataque a puñaladas había quedado inhabilitado para trabajar; la del adicto en rehabilitación con su cantaleta de “me quiero reinsertar”. Mas esas historias le devengaban pocos ingresos, empujándole a vivir en la indigencia y a tener que ajustar su ingreso con oscuras actividades en las que es mejor no ahondar.
Brilló de nuevo la luz en su cerebro: el cuento de la niña enferma no fallaría. La idea le había pasado sinuosamente por la cabeza con anterioridad, más un rescoldo, una insignificante ruina de su moral le impedía utilizar aquella mampara para agenciarse su ingreso.
- !Al diablo! !Me vale hostia! -

Durante la primera semana utilizando la triste historia de la hija enferma, Edmundo logró atesorar ganancias increíbles. Jamás hubiera imaginado que se ganaba tanto actuando en los autobuses. Al ritmo que llevaba, podría incluso ahorrar un poco para cuando se cansara de trabajar, lo que significaba mucho para alguien que había currado como un burro toda la vida en trabajos poco o nada convencionales.

III

Edmundo se reincorporó, encontrándose todavía en medio del bambusal, cerca de la Escuela de Letras. No tenía ni puta de idea acerca de la hora, y el frío nocturno le impulsó a caminar rápido y buscar su casa. Después de media hora caminando, llegó a la cuadra de su casa. Era un barrio de clase media, en las inmediaciones de la capital. Él rentaba un segundo piso de una residencia donde solo vivía una pareja de ancianos: doña Berta y don Manuel. Nunca se metían con él, ni él con ellos, y aquello se le antojaba al solitario hombre como una perfecta relación entre el inquilino y sus caseros; no vaya a ser que se enteraran los respetables ancianos sobre las truculentas actividades de aquel buenmozo.
Edmundo empujó el portoncillo, y algo le alarmó de golpe. La luz de la pequeña sala se veía encendida a través de las cortinas, y así no era como le había dejado. – No pueden ser los viejos –. Se puso en guardia, armándose con una escoba que encontró al pie de la escalera, y empezó a subir sigilosamente con el fin de sorprender al intruso. Se movió despacio, intentando que las gradas de metal no hicieran el menor ruido para no perder la ventaja de un ataque sorpresa bien planificado, eso que los alemanes llamaban Blitzkrieg, y que resultaba tan efectivo en la neutralización de los enemigos. Edmundo llegó frente a la puerta, sacó la llave y la introdujo en la ranura, haciéndola girar suavemente. Empujó la hoja despacio, asomando poco a poco la cabeza y aferrándose fuertemente al palo de la escoba se metió en el apartamento. No había nadie en la sala, que era donde estaba encendida la luz. El apartamento era pequeño, cuatro o cinco piezas, la sala, una cocina, un baño y un pasillo que llegaba hasta las dos habitaciones, que era donde tenía que estar el asaltante. Caminó de puntillas dirigiéndose al pasillo, y un resplandor bajo la puerta le confirmó que allí estaba lo que estaba buscando. Y no solo había luz. Un murmullo de programa de televisión se escapaba por las hendijas de la puerta y llegaba hasta los oídos de Edmundo, acrecentando la sensación de intriga y desasosiego que se apoderaba de él. 

- ¡Me lleva la puta! ¿Quién está ahí? – pateó la puerta y se abalanzó adentro repartiendo escobazos a lo loco. Lo que encontró, o más bien, a quien encontró, le desconcertó por completó. Sentada sobre su cama, una niña de unos seis o siete años le miraba de frente, sin el más mínimo rastro de haberse asustado por el show karateca de Edmundo, quien se puso frío con aquella visión mientras un sudor copioso empezaba a caer por su frente en pequeñas gotas.
Soltó la escoba y se apresuro a secarse el sudor con un pañuelo. La niña no le apartaba los ojos de encima y él sentía que la pequeña podía ver a través de su piel y sus órganos, y olía su miedo. Nunca antes había tenido un encuentro con una aparición como aquella. Era tan real, jamás había visto nada similar, a pesar de haber probado todo tipo de barbitúricos y alucinógenos. No sabía si era la mota del alemán que estaba demasiado buena; o, si aquello era un artilugio de Belcebú que se burlaba de él con aquel juego de imágenes psicodélicas.

Tras un largo rato de absoluto mutismo en el que ambos seres se escrutaron mutuamente, con fascinación ella, con horror e incertidumbre él, Edmundo decidió, por ser el adulto, romper aquella situación absurda y averiguar el cómo y porqué aquella niña estaba en su habitación viendo la tv. Alguna explicación racional debía haber en todo aquello. Edmundo se aproximó a la niña, admirando el hermoso cabello rubio de esta que caía hasta la mitad de su espalda. Tenía la piel blanquísima y en sus ojos azules algo, un leve brillo o la forma de mirar, sugerían una rara tristeza y tendencia al ensimismamiento. Edmundo descargó entonces su batería de preguntas - ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres? ¿Quiénes son tus papás? ¿Dónde vives? – pero la niña no respondía ninguna de las interrogantes; - ¿Cómo te llamas? ¿Cómo entraste a mi casa? ¿Sabes que eso es algo peligroso, que puedes encontrar a alguien malo? Digo, no es que yo sea alguien malo, has topado con suerte, pero podría pasar que irrumpas en la casa de alguien que sea tan amigable... La situación iba tornándose más y más absurda a medida que avanzaba el interrogatorio-soliloquio de Edmundo. La niña se aburrió de tanta palabrería y siguió viendo el programa sobre la fauna primate de Madagascar y sus singulares hábitos nocturnos, de modo que Edmundo se cansó, y salió del cuarto a pensar mejor sobre aquella situación. 

- ¡Llamaré a la policía! ¡Eso es lo que haré! ¡Pero que estúpido! No, no, no puedo llamarles. Creerán que la he raptado, que cobraría un rescate pero a última hora me he arrepentido, y vendrán entonces las preguntas y las revisiones de mi historial... ¡y la grifa! ¡y estos ojos!
Edmundo no podía pensar claramente. Una niña muda en medio de la noche, salida de la nada... Sintió medio, y acabó durmiéndose en el sillón amarillo de la sala frente al póster del Bob, aferrado otra vez a la escoba.

IV

Edmundo fue saliéndose del sillón como quien viene escapándose de su propia tumba. Recordaba mucho sobre lo acontecido la noche anterior, pero todas las imágenes se confundían en su cabeza, y no estaba seguro sobre qué tanto era real y qué tanto era imaginario en todo aquello. Intentaba escapar del sillón como huyendo de su muerte; entretanto, la niña se había aproximado queda, llegando a la par del hombre cuya pesadilla no acababa.
- Tengo hambre – le dijo la niña mirándole con sus profundos ojos azules, y aquellas dos palabras fueron maravillosas para Edmundo Sosa. Cayeron sobre su delirio como agua fría, devolviéndole un poco de cordura.
- Bien, bien niña, tengo cereal, te haré cereal con leche. ¡Es un lindo día! ¡Oh sí que lo es!
Y Edmundo se dirigió al refrigerador y sacó leche y le preparó un tazón de cereal a la niña, quien lo devoró gustosa, eructando de gusto al final. La niña se puso de pie y caminó de vuelta al cuarto de Edmundo, encendió la tv, y siguió viendo programas sobre faunas exóticas. No dijo nada, ni dio siquiera las gracias. Él quería preguntar, y sabía también que era una iniciativa estéril: la niña no hablaría.
- Hay que salir a la calle, así como llegó seguro se irá. Trabajaré como de costumbre, y si es necesario fumaré de nuevo, pero solo un poco, para calmarme. ¡Qué hostia! ¡En que lío me ha metido esta criatura!
El hombre salió raudo de la casa, topándose con doña Berta al bajar las escaleras que llevaban a la entrada compartida de la propiedad. Prefirió no decir nada y avanzar hasta llegar a la parada de buses. 

En el autobús se enroló un puro de la yerba fluorescente. Al bajar en el centro de la capital, le dio fuego, deseando desentenderse del problema de la niña. – Mmmm, algo debí haber hecho para que ella llegara a mi casa, un conjuro, un embrujo, la confabulación de los astros y la marihuana de Andreas, el bambusal... ¿O sería la historia de la niña enferma, mi mampara? ¡Castigo divino!... ¡Claro! Tengo que inventarme otra historia para que la niña desaparezca... una sobre un león herido, ¡que la espante!... No, no, mejor un dragón, sí sí, un dragón con culebras y fuego y cenizas y azufre y todo eso, volverá a su dimensión, a cualquiera sea el lugar de donde vino –. 

Edmundo caminaba ahora acometido de una tremenda bravura y determinación. Ya tenía lista la historia del león herido, abordó el primer bus y les echó el cuento a los pasajeros. Como habrán imaginado, nadie le creyó la ridícula historia del león atropellado en la carretera Braulio Carrillo, y su supuesto ánimo de rehabilitar el felino para donarlo luego a un santuario. Pero ahora no se trataba de credibilidad, sino de hacer aparecer un león para desaparecer a la niña. Se tiró del bus y se apresuró a tomar un taxi para llegar rápido a su casa y así comprobar los resultados del experimento.

Tal como lo maquinó, otra aparición había acontecido en su apartamento. Desde que iba subiendo las gradas preso ahora de una gran excitación, escuchó los rugidos de la bestia herida. Abrió rápidamente la puerta, y en la sala encontró a la niña vendándole una pata al enorme y melenudo león africano. Edmundo se quedó paralizado en el vano de la puerta, y la niña y el león le alzaron a ver al mismo tiempo, emitiendo el último feroces rugidos, mostrando sus poderosos colmillos de predador. – Ya ya – le decía la niña al león como si arrullara a un niño, quizá a un hermano pequeñito, y el león se dejaba mimar por la niña.
Edmundo no soportó la traición. Había inventado aquel león con su discurso pedigüeño y ahora la niña lo estaba utilizando en su contra. – Es el colmo, me ha sacado de mi propia casa, y ese estúpido león, ya van a ver, veremos si pueden con un elefante, un elefante venenoso, sí sí, con dos cabezas... 

Lo del elefante resultó aún peor que el león. Y luego siguieron los hipogrifos, y los ghouls, los guerreros vikingos y los piratas de léxico podrido, culebras, arpías y nauseabundos trolls; Edmundo inventaba cientos de historias en los autobuses de San Pedro y Tres Ríos, intentando sacar a la niña de su apartamento, convertido ahora era un zoológico, un bestiario mitológico en carne y hueso, una selva (después del elefante y los trolls, la segunda planta cedió, aplastando a doña Berta y don Manuel) que se extendía sobre las casas vecinas, proveyendo a las bestias y alimañas un hábitat en expansión. 
Pronto el vecindario se volvió peligroso, los trolls se habían escapado de la propiedad y rondaban por las noches en grupos de cinco y hasta seis, secuestrando personas para alimentarse. Los guerreros vikingos pasaban en una bacanal permanente, insultando a los vecinos que se atrevían a pasar de cerca. Las autoridades del gobierno se aprestaron entonces a declarar la zona como de “alto riesgo” y se colocaron en las cuadras circundantes a la casa de Edmundo rótulos con la leyenda “Usted transita bajo su propio riesgo”; o “Cuidado: Trolls cruzando” y algunos hasta eran irónicos, como el de “Precaución: Hipogrifos despegando”. Con aquellos rótulos el gobierno se desentendía del fenómeno acontecido en aquel barrio de la capital, y negaría cualquier acusación por negligencia en caso de ser necesario. 

A Edmundo no se le acababan las historias, pero parecía que estas solo habían empeorado las cosas. - ¡Bahh! No puede ser tan malo. Vivir rodeado de leones y elefantes, y de la niña. No habla mucho, como yo, y si le gusta el cereal no ha de ser malvada, talvez hasta me haga compañía...

Edmundo Sosa tomó un taxi y le pidió al chofer que le llevara rápido a las inmediaciones de la Zona Clausurada. Pagó el servicio y bajó velozmente, con ganas de ver a la niña y pactar la tregua, compartir los dominios de su Reino y los beneficios de los tributos, podrían, incluso, fundar un circo para que todos conocieran sus bestias... - sí sí, ya no pelearé ni haré más preguntas - .
Atravesó la espesa vegetación que rodeaba su casa, algo atemorizado por nuevos habitantes que no recordaba haber imaginado. Subió por lo que quedaba de las escaleras para llegar a las ruinas de la segunda planta, donde él estaba seguro habría de encontrarse la niña. Ella no estaba allí. En su lugar, el león completamente recuperado de su pata, retozaba sobre unas pocas tablas del piso, jugueteando con un hueso. Se devolvió tras sus pasos, y buscó en toda la propiedad, por todos los rincones, asombrándose de tanta cosa colorida y a la vez absurda, y la niña seguía sin aparecer. Cansado de buscar, regresó a las ruinas de lo que antes fuera su apartamento, y se sentó junto al león, tratando de recordar cómo era la niña, su cabello, sus ojos; no obstante, no lo lograba. Intentó seguir buscando algo que ya no recordaba durante semanas, quizá meses, hasta que desistió, aceptando esta nueva soledad, una soledad ataviada con sus imaginaciones.

Cuando Edmundo se recuperó un poco de la pérdida, volvió a las andadas en los buses de San Pedro y Tres Ríos, recitando cuentos maravillosos sobre aquella niña que según él decía (y por supuesto, esto nadie se lo creía) era la dueña de todas las bestias de la Zona Clausurada... A veces le he visto en El Candil, sosteniendo nerviosamente un café, atragantado de preguntas sin responder. 


Cuento inédito. 
Créditos Fabio Zoroa
Enero, 2010

viernes, 29 de enero de 2010

Patriotica...


Este video me llegó hoy por mail, gracias a Heidy Murillo, Presidenta de FECON, por compartirlo.
Ilustra muy bien el doble, triple y multiforme discurso de los Arias (y por supuesto, de Laura): Paz con la Naturaleza promocionada en el exterior, y fronteras adentro una descarada guerra de alta intensidad contra los recursos naturales, y contra el movimiento social que no lo permite.

viernes, 22 de enero de 2010

Flashmob

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.  
Oliverio Girondo, Poema 11, Espantapájaros (Al alcance de todos)



I

La escenografía es del todo congruente con la ciénaga urbana: un parque con bancas de concreto carcomido por la exposición a la infalible intemperie que todo lo erosiona, unos cuantos faros emisores de luz mortecina blancuzca dibujan un entramado de serpientes holográficas que zigzaguean por entre los relieves de la escena. Sobre el suelo, y demás objetos que componen el ornamento del parque, se extiende una delgada capa de excremento de paloma, y alargando un tanto más la imaginación, de mierda humana.
En el rincón de lo que alguna vez fue un kiosko, confluyen dos hijos de las penumbras, gárgolas, vampiros, acólitos de la Reina Noche. Invisibles, pero no por eso menos malditos.

Una última inhalación antes de buscar la cama de hormigón y cartones desechados. Huelga aclarar que no se busca cama por el placer de no dormir en descampado, es, más bien, una precaución, un buscar guarida y refugio, que desde el principio de los tiempos el ser humano sintió dentro de sí la necesidad del cobijo, no en vano se les llama cavernícolas a nuestros antepasados remotos – y como lo demuestran muy a menudo nuestros comportamientos, tan cercanos –, si es que adherimos la teoría de la evolución, y si no, pues habrá que suponer, de manera eclesiástica, que al verse Adán y Eva expulsados del paraíso, debieron también buscar resguardo en cualquier gruta o cueva que no estuviese ya ocupada por un animalejo.
Las manos protegen la llama vacilante de la embestida del viento. Al contacto con el material, el fósforo se convierte en una luciérnaga roja que agrieta la oscuridad y se posa al otro extremo del tubo adherido a la boca del piedro. Una sensación de liviandad acomete al indigente tomándole desprevenido, sus pies se desprenden del suelo y todo él busca las alturas, viajando en una nube. 

Su compañero habla al fin – no es para arriba que debes ir – y señala con su dedo hacia el suelo. El duende de la pesadez acomete al piedrero, apresándole por los tobillos, devolviéndole a la realidad, al mal dormir, que no es cierto que el pobre por tener la conciencia “más tranquila” duerma más y mejor que el rico.



II

Dentro del vehículo modelo 88 suena el estéreo a media máquina, libera en la atmósfera cargada de humo los acordes rudimentarios de una cítara embarrialados en la mezcladora, amenizando la discusión y los pensamientos en que discurren los ocupantes del auto. Missione a Bombay acarrea entre sus sonidos la brisa pútrida del Ganges mezclada con curri, sándalo (en la lengua y los cuerpos) y la textura del sari ajustado de una adolescente, sensaciones estas que solo pueden ser atribuidas a la actividad supraonírica de los escuchas, quienes casi pueden ver el rostro horrorizado de los ingleses cuando en sus expediciones encontraban cadáveres (o lo que quedaba de ellos) en las riberas de la Deidad Líquida; cadáveres carcomidos por mandíbulas salvajes, semiquemados o hechos un manojo de tripas tostándose al sol. Afuera el rumor de lluvia se desliza por el aire como un fantasma, mas el cielo no deja escapar todavía una sola gota. M rompe la monotonía de la canción, en el libro que estoy leyendo Saramago hace una comparación alegre sobre Raimundo Silva y el corrector de los escritos de Nietzsche: ¿qué hubiese pasado, si al igual que Silva, dicho corrector hubiese cambiado la sentencia “Dios ha muerto” por “Dios no ha muerto”? Un simple “no” puede cambiar la historia, y la fama. Nietzsche hubiese parecido un idiota, a pesar de su bigote.
 
F fue sacado del sopor milenario en que le habían sumergido los trinos metálicos de la cítara, sintiendo que debía responder al comentario, pero a su vez que las palabras pesaban en su lengua acometida de chantona. Dijo entonces con voz somnolienta, Saramago, ummm, siempre interesante, construye una novela delirante de 500 páginas partiendo de alguna idea absurda pero llena hasta el tope de sentido, que pasaría si el dios en que creemos no es tal, que pasaría si Europa se uniera con América Latina, qué pasaría si la gente dejase de votar, recién saliendo de una epidemia de ceguera blanca… Su concepción del absurdo es mezcla de Nietzsche y Camus, y de Cristo cuando era pastor de un rebaño cuyo dueño era el diablo. La filosofía es una culebra que se muerde su cola, al final no queda nada, a lo sumo un ombligo. Ser feliz con el absurdo equivale a decir “sé feliz con la vida misma, aunque estés revolcándote en tu propia mierda”. Al final todo lo tosco, diabólico, onírico y nuevo se llama utopía. Llamémosle pues, un autor utópico-atípico. Como Bachelard.
 
- El absurdo como leitmotiv, espero que no se vuelva moda como el postmodernismo, la escritura automática o los diez funerales de Michael Jackson. Aunque en cierta forma sería divertido, ya veríamos a Coelho e Isabel Allende aprendiendo las estratagemas del absurdo y la demencia, leyendo el manifiesto surrealista de adelante hacia atrás y recitando de memoria pasajes de James Joyce.
- Y escribiendo aforismos dadaístas con la solemnidad de un comediante…
- Sin ánimos de ofender a Mona, de quien conozco su gusto por los libros de Allende, las obras de esa autora no sirven ni para limpiarse el culo, eso debido al mal papel con que los están produciendo y a la toxicidad de sus letras. De Coelho ni que se diga, todavía no averiguo si en efecto es una persona o un invento del marketing.
 
Mona sonrió con un gesto narcotizado. Los tres personajes rumbo a la representación de un absurdo, sin creer en él. Ya no es necesario creer en algo para hacerlo, si no que lo digan los fieles de las distintas religiones que ya no recuerdan (si es que alguna vez lo supieron) en que consisten sus tradiciones y ritos.
El estéreo sigue sonando y en la cabeza de M comienzan a enlazarse palabras, metempsicosis, psicopompo, eterno retorno a lo mismo, escalera circular, dios, Shiva. Era un pasatiempo que aprendió de su padre, quien, a su vez, lo aprendió, según contaba, leyendo a Poe. Le entretiene cuando por alguna razón está aburrido, como en este momento en que los segundos parecen eternos mientras se espera que cambie el semáforo de rojo a verde. Muy pronto ya están dentro del parqueo del mall, se reúnen brevemente con los demás militantes del absurdo para recibir instrucciones, unos pasos y ya están bajando por la escalera eléctrica, sabiéndose espiados por los ojos biónicos de las cámaras omnipresentes.
 
Hay ruido, ya no los ruidos que quedaron encarcelados en el auto, flotando en la bocina izquierda, sino ruido de monedas, pasos y mercancías que se truecan, ruidos del perfecto funcionamiento de la sociedad del consumo en su capilla; ruidos de guardas de seguridad tratando de recibir instrucciones de sus superiores para poder proceder con los hippies que decidieron dormir en el suelo, estorbando el paso de los peregrinos adoradores del Dinero. Hay ruido, pero al igual que la palabra que se emite para alguien que no habla nuestro idioma, estos se pierden en un vacío de indiferencia. M va cayendo en el letargo, recordando el cuento sobre el asceta que criaba toros en la luna, a la que viajaba deslizándose a través de la grieta de un árbol.
Cuando se duerme el tiempo se estira y se encoge, el cuerpo es el único reloj verdadero del tiempo, y siendo que el cuerpo de M ha quedado temporalmente vacío, razones de sobra hay para suponer que el reloj se detuvo. Los durmientes comienzan a levantarse y se reincorporan al trajín del centro comercial como si nada hubiese pasado. Pronto se confunden entre la multitud y solo quedan las interrogantes sin responder revoloteando entre los muros de la Catedral del Consumo. 

Cuando M regresa a su cuerpo siente de golpe la angustia al despertar en un lugar completamente distinto. No recuerda haberse acostado sobre cartones y el personaje a su lado no es Mona, ni F. La sensación de extrañeza le conmueve hondo, mira sus manos queriendo encontrar en ellas un espejo que le confiese que todavía es él, mas encuentra únicamente sus dedos quemados y roídos por la llama que nunca se apaga. Desea gritar, pero se contiene, eso ya de nada sirve; en su lugar pronuncia una palabra entre dientes, una palabra adherida a un nombre, un conjuro: metempsicosis, Oliverio Girondo.

sábado, 16 de enero de 2010

Notas: la gestión del riesgo y el terremoto de Haití


Créditos caricatura: Allan McDonald. Publicado en Rebelión, 14 Enero 2010

Introducción: conceptos básicos
El presente paper busca brindar un marco crítico-explicativo desde el concepto de la Gestión del Riesgo, para entender la catástrofe ocurrida en Haití el pasado 12 de Enero. La Gestión del Riesgo (GR), también llamada Gestión de los Desastres, parte del supuesto de que no existen desastres naturales. Esta paradoja no es difícil de resolver: en nuestras sociedades casi no hay fenómeno que no sea socialmente construido. Aún cuando los desastres pueden ser desencadenados por un fenómeno natural, el desastre se considera tal debido a que tiene un impacto devastador en un conglomerado social. De esta forma, una erupción volcánica que ocurra en una isla desierta no es considerado un desastre, es un fenómeno natural; en cambio, un terremoto como el de Haití es un desastre debido a que impacta profundamente una sociedad, pues provocó miles de muertes, devastó la infraestructura e impide el desarrollo "normal" de las actividades productivas y de subsistencia.
Es entendible que las ciudades sean más vulnerables a ser afectadas por un fenómeno y a sufrir desastres debido a la enorme concentración de personas en los centros urbanos (lo que se traduce en pérdida de vidas humanas) y de infraestructura productiva (caminos y carreteras, puertos marítimos y aéreos, instalaciones productivas como fábricas, talleres, etc.). La ciudad, como tal, se define desde la Sociología Urbana como la concentración de personas y de la infraestructura de producción (subsistencia) y servicios (vivienda, alumbrado y electricidad, telecomunicaciones, caminos, centros de salud y de educación, etc). A mayor concentración (o mayor densidad poblacional), mayor la probabilidad de enfrentarse a un desastre.
Habiendo aclarado que no existen los "desastres naturales", puedo pasar a la exposición de los conceptos que sustentan la GR. El primer concepto es el riesgo. Allan Lavell (1) define riesgo como "la probabilidad de daños y pérdidas", derivados de un fenómeno, sea este natural (terremotos, tsunamis, huracanes, tornados, etc.) o producido como una externalidad negativa de nuestras actividades (un desastre nuclear, por ejemplo). A su vez, el riesgo se genera por la conjunción de dos elementos: la vulnerabilidad y las amenazas. Lavell plantea que con el concepto de amenaza se refiere "a la probabilidad de ocurrencia de un evento físico dañino para la sociedad" (2). La vulnerabilidad refiere "a la propensidad de una sociedad o elemento de la sociedad de sufrir daño" (3). Pero no solo es la propensidad a sufrir daño, sino también las dificultades que dicha sociedad enfrentará a la hora de recuperarse del daño sufrido (respuesta al desastre).

Las amenazas, según una tipificación ofrecida por Lavell, pueden ser naturales (terremotos, huracanes, etc), socionaturales (vinculadas en gran medida al deterioro ambiental, aludes, inundaciones y sequías), tecnológicas (accidentes con gases tóxicos, accidentes nucleares); y sociales (terrorismo).
Las vulnerabilidades, independientemente de su representación, siempre son socialmente construidas (4). Lavell menciona seis tipos de vulnerabilidades, específicas del entorno urbano. Estás son, la concentración, la densidad y la centralización; la complejidad e interconectividad de la ciudad (asociada con las redes de telecomunicaciones, caminos, aeropuertos, sistemas de abastecimiento), la informalidad de la ciudad o la ciudad de los campesinos (explicado por el fenómeno de acelerada "desruralización del mundo" (5) y las expresiones del pauperismo urbano, precarios, círculos de miseria); la degradación ambiental urbana y la vulnerabilidad estructural (esta última está vinculada con las malas prácticas constructivas en las ciudades de los países pobres; el terremoto de México de 1985 es un excelente ejemplo de una sociedad altamente vulnerable en este sentido); finalmente, está la vulnerabilidad política e institucional, de la cual tenemos claros ejemplos en Costa Rica (el clientelismo que se desborda en la repartición de la ayuda a los afectados por el terremoto de Cinchona a principios del 2009 es el ejemplo más reciente).

El caso de Haití
Después de la tragedia ocurrida en Haití, y que sigue en desarrollo, los medios de comunicación se han empeñado en atestar la televisión y el internet con cientos de noticias, artículos y videos relacionados con el terremoto. Todo ese espectáculo, lleno de un cínico sentimentalismo, borra la realidad de la miseria que siempre se ha vivido en Haití, un país olvidado de todos, cero a la izquierda. Haití ha sido un país altamente convulso en términos políticos y cuya población padece una terrible miseria. Según el CIA World Factbook, Haití tiene aproximadamente 9 millones de habitantes, con un 47% de población urbana, su esperanza de vida ronda los escasos 60 años, la mortalidad infantil alcanza niveles muy altos: 59.69 muertes por cada 1000 nacimientos, 2.2% de su población es portadora del virus del SIDA (120 mil personas, aproximadamente), y su tasa de alfabetización es del 52.9% (sumamente baja). Estas estadísticas breves tan solo vienen a confirmar el escenario siniestro que se vive en Haití, un país en el cual el 80% de sus habitantes (unos 7.2 millones de personas, aproximadamente) viven bajo la línea de pobreza y un 54% vive en pobreza extrema, un país en donde no es extraño morir de inanición.
Es lógico que una sociedad con las características de Haití sea muy vulnerable a un desastre, encontrándose además en una zona de amenazas potenciales tales como los huracanes y los terremotos. Lavell (6) señala que existe una relación dialéctica entre las amenazas y las vulnerabilidades: no puede existir una sin la otra. Si no existen las amenazas no pueden existir las vulnerabilidades, y viceversa.  




Créditos mapa: CIA World Factbook


El carácter político del desastre en Haití: la filantropía a la carga
Haíti ha sido siempre publicitado como un país perdido, un país que pareciera no pertener a América pues aquí "no somos así", no morimos de hambre, y aunque la mayoría de nuestras sociedades se ha desangrado en algún momento en cruentas guerras civiles, la gran mayoría de países de América no tiene conflictos civiles en este momento y algunos hasta presentan números alentadores en cuanto al desarrollo humano. Haití fue relegado al olvido durante mucho tiempo: sus niños muriendo de hambre son invisibles mientras las cámaras de CNN y los corresponsales de Reuters y AFP no transmiten al mundo su realidad.
Es difícil estimar cuánto necesitaría Haití para salir de la miseria antes del terremoto, y aún más, después de la tragedia. Después del terremoto, la llamada "comunidad internacional", comenzó a movilizar la ayuda, prometiendo jugosos cheques, tropas (para proteger a la población de "la anarquía", en otras palabras, de la rabia y el descontento social), ayuda alimentaria y médica, etc. La pregunta que planteo y que surge, sobre todo de la irritación que este espectáculo produce, es ¿hasta dónde llega nuestro egoísmo? ¿Por qué tuvimos que esperar que una desgracia como esta ocurriera para desplegar la ayuda y prometerles el santo y el moro a esos millones que hoy lloran a sus seres queridos mientras viven una perpetua incertidumbre?
No hablo en términos individuales, sino más bien de nuestras colectividades. Al 16 de Enero, estas son algunas de las "ayudas" (yo prefiero llamarles "gestos de filantropía") ofrecidas por la "comunidad internacional":
  • Estados Unidos: 100 millones de USD, 10 mil soldados, un barco-hospital equipado con 12 quirófanos y  250 camas hospitalarias (USNS Confort), entre otras ayudas. (7)
  • Alemania: 1.5 millones de euros (2.2 millones de USD) (8)
  • Brasil: 15 millones de USD, tropas y ayuda humanitaria (9)
  • FMI: 100 millones de USD (10)
  • Banco Mundial: 100 millones de USD (11)
  • Gran Bretaña: 10 millones de USD (12)
  • España 4.3 millones USD (13)
Otros países, tales como Francia, Perú, Italia, Noruega, Dinamarca, entre otros, han enviado aviones y barcos militares con hospitales de campaña y médicos especializados, equipos de rescate, cientos de toneladas de alimentos y agua, plantas potabilizadoras, perros entrenados, etc. Es una pena que toda esta ayuda no se movilizó con anterioridad, sin un terremoto de por medio. Estoy seguro que si los países desarrollados asumieran un papel histórico distinto, ayudando a aquellas sociedades cuyas vulnerabilidades son harto evidentes, como en el caso de Haití (pero también Nicaragua y Honduras con la tragedia del huracan Mitch, o los estados pobres de los países desarrollados, como el caso del huracan Katrina en el Estado de Louisiana, Estados Unidos), no serían necesarias tantas muertes para abrir por un momento los ojos y hacer a un lado nuestro egoísmo. 
Por el momento,  parafraseando a E. Galeano (14), es imposible predecir esta vez durante cuánto tiempo Haití y su gente será visible.


Notas
1. Lavell, Allan. Desastres ubanos: una visión global. En: Centro Regional de Información sobre Desastres América Latina y el Caribe (CRID), http://www.crid.or.cr/crid/idrc/urbano.htm. San Salvador, Mayo 2002. Pp. 2.
2. Íbid, pp. 2. 
3. Íbid, pp. 2.
4. Íbid, pp. 5.
5. Para un acercamiento histórico al proceso de "muerte del campesinado", ver: Hobsbawn, Eric. Historia del Siglo XX. Editorial Crítica, Barcelona, España. Séptima edición, 2004. Pp. 292-297.
6. Lavell, Allan. Desastres ubanos: una visión global. En: Centro Regional de Información sobre Desastres América Latina y el Caribe (CRID), http://www.crid.or.cr/crid/idrc/urbano.htm. San Salvador, Mayo 2002. Pp. 2.
7. Fuente: Reuters. Obama enlists Bush, Clinton to help Haiti. 14 de Enero 2010, en: http://www.reuters.com/article/idUSTRE60D5JO20100114
8. Fuente: Deutsche Welle. Germany rushes funds, rescue teams to Haiti. 14 de Enero 2010, en http://www.dw-world.de/dw/article/0,,5125543,00.html 
9. Fuente: AFP. La ayuda internacional a víctimas del terremoto de Haití sigue afluyendo. 15 de Enero 2010. En: http://www.google.com/hostednews/afp/article/ALeqM5jpy-8ncSciwcVEL-vC23o04bRzwg
10. Íbid.  
11. Íbid.
12. Íbid
13. Íbid
14. Galeano, Eduardo. La maldición blanca. En: La Jornada, México. Lunes 5 de abril de 2004; http://www.jornada.unam.mx/2004/04/05/014a1pol.php?origen=opinion.php&fly=1

jueves, 7 de enero de 2010

Mano Negra

Parece que dentro de poco en Costa Rica volveremos a los tiempos del Señor Matanza (sobran candidatos), ahí va la rola para irse acostumbrando.