Cuántas descripciones de la ciudad pesan sobre la testa de los poetas. Cuántos periplos abyectos, sonámbulos o en vigilia, moviéndose atemorizados en aquel mosquero de calles y avenidas, entre el tropel de putas leprosas; cuántos fantasmas cabizbajos anduvieron los pliegues de tus cañerías, las venas de tu conciencia… ¡Maldita ciudad vociferante!
Cuántos pobres diablos se arrojaron de tus altos techos para beber sedientos de tu asfalto, para enlodar de sangre tu mugre adoquinada, para dejar una marca desesperada en tus anónimas paredes. Cuántos gritos ahogados por las incansables bocinas, cuantas vaginas lamidas por la pútrida lengua de los escaparates donde desfilan asépticas tus chucherías. Cuántas almas errantes atormentadas perennemente por el infalible e inmisericorde puño de la urbe de hojalata, cuanta cucaracha aplastada bajo los caites de tu civilización, bajo tus nubes de smog, bajo tu esperanza de alcantarilla. Cuántas de tus pocas flores fueron alimentadas por tu sol mortecino, por mi mal disimulado asco.
Cuántos pobres diablos se arrojaron de tus altos techos para beber sedientos de tu asfalto, para enlodar de sangre tu mugre adoquinada, para dejar una marca desesperada en tus anónimas paredes. Cuántos gritos ahogados por las incansables bocinas, cuantas vaginas lamidas por la pútrida lengua de los escaparates donde desfilan asépticas tus chucherías. Cuántas almas errantes atormentadas perennemente por el infalible e inmisericorde puño de la urbe de hojalata, cuanta cucaracha aplastada bajo los caites de tu civilización, bajo tus nubes de smog, bajo tu esperanza de alcantarilla. Cuántas de tus pocas flores fueron alimentadas por tu sol mortecino, por mi mal disimulado asco.