Hace algunos años participé de un curso de Sociología del Conocimiento y allí topé por segunda vez con los trabajos de K. Manheim, aquel increíble alemán que como muchos otros tuvieron que huír de Alemania debido a la persecución nazi de "los intelectuales decadentes". Me interesó principalmente su libro "Ideología y Utopía", en el que Manheim recalcaba la importancia de las ciencias sociales en la búsqueda de un camino viable para la humanidad que nos pudiese salvar de acabar en una hecatombe nuclear o esclavizados bajo el yugo del totalitarismo (fascista o stalinista). Manheim atribuía a los intelectuales la para nada pequeña tarea de imaginar el mundo desde todas las perspectivas posibles, creyendo que los intelectuales (la Intelligentsia) eran una suerte de individuos desvinculados de su clase social y, por lo tanto, sometidos en desigual medida al vicio de la ideología (no como una concepción falsa del mundo, sino como la única visión de mundo a la que un individuo puede aspirar).
Esto me recuerda un poco la arquitectura panóptica de Bentham y las obras de Escher, aquel que todo lo ve, ese cínico que se asoma a través del disco plateado a espiar desde la bóveda la inmundicia de su obra, tanta náusea quizá justifica su absoluto desentendimiento para con las miserables criaturas que habitan la tierra. Después de decretada la muerte de los dioses, gracias a un dios que buscó monopolizar los cultos en beneficio propio, Manheim deseaba crear una deidad panóptica con el barro de los científicos sociales y Escher le apoyaba desde el arte.
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